[ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ] .Mejor nohacerlo, dijo Guillermo, porque no estábamos seguros de saber cómo abrirla al regresar.Y en cuanto al peligro de que nos descubrieran, si a aquella hora Ilegase alguien con laintención de poner en funcionamiento dicho mecanismo, sin duda sabría cómo entrar, yno por encontrarse con el acceso cerrado dejaría de penetrar en el pasadizo.122Umberto Eco El Nombre de la RosaDespu s de bajar algo más de diez escalones, llegamos a un pasillo a cuyos ladosestaban dispuestos unos nichos horizontales, similares a los que más tarde pudeobservar en muchas catacumbas.Pero aquella era la primera vez que entraba en unosario, y sentí un miedo enorme.Durante siglos se habían depositado allí los huesos delos monjes: una vez desenterrados, los habían ido amontonando en los nichos sinintentar recomponer la figura de sus cuerpos.Sin embargo, en algunos nichos sólo habíahuesos pequeños, y en otros sólo calaveras, dispuestas con cuidado, casi en forma depirámide, para que no se desparramasen, y, en verdad, el espectáculo era terrorífico,sobre todo por el juego de sombras y de luces que creaba nuestra lámpara a medida quenos desplazábamos.En un nicho vi sólo manos, montones de manos, yairremediablemente enlazadas entre sí, una maraña de dedos muertos.Lancé un grito, enaquel sitio de muertos, porque por un momento tuve la impresión de que ocultaba algovivo, un chillido y un movimiento rápido en la sombra.-Ratas -me tranquilizó Guillermo.-¿Qué hacen aquí las ratas?-Pasan, como nosotros, porque el osario conduce al Edificio y, por tanto, a la cocina.Ya los sabrosos libros de la biblioteca.Y ahora comprenderás por qué es tan severa laexpresión de Malaquías.Su oficio lo obliga a pasar por aquí dos veces al día, alanochecer y por la mañana.E1 Sí que no tiene de qué reír.-Pero, ¿por qué el evangelio no dice en ninguna parte que Cristo rió? -pregunté sin estardemasiado seguro de que así fuera-.¿Es verdad lo que dice Jorge?-Han sido legiones los que se han preguntado si Cristo rió.E1 asunto no me interesademasiado.Creo que nunca rió porque, como hijo de Dios, era omnisciente y sabía loque haríamos los cristianos.Pero, ya hemos llegado.En efecto, gracias a Dios el pasillo había acabado y estábamos ante una nueva serie deescalones, al final de los cuales sólo tuvimos que empujar una puerta de madera duracon refuerzos de hierro para salir detrás de la chimenea de la cocina, justo debajo de laescalera de caracol que conducía al scriptorium.Mientras subíamos nos pareció ezcuchar un ruido arriba.Permanecimos un instante en silencio, y luego dije:-Es imposible.Nadie ha entrado antes que nosotros.-Suponiendo que ésta sea la única vía de acceso al Edificio.Durante siglos fue unafortaleza, de modo que deben de existir otros accesos secretos además del queconocemos.Subamos despacio.Pero no tenemos demasiadas alternativas.Si apagamosla lámpara, no sabremos por dónde vamos; si la mantenemos encendida, avisaremos alque está arriba.Sólo nos queda la esperanza de que, si hay alguien, su miedo sea mayorque el nuestro.123Umberto Eco El Nombre de la RosaLlegamos al scriptorium por el torreón meridional.La mesa de Venancio estaba justodel lado opuesto.A1 desplazarnos ibamos iluminando sólo partes de la pared, porque lasala era demasiado grande.Confiamos en que no habría nadie en la explanada, porquehubiese visto la luz a través de las ventanas.La mesa parecía en orden, pero Guillermose inclinó en seguida para examinar los folios de la estantería, y lanzó una exclamaciónde contrariedad.-¿Falta algo? -pregunt.-Hoy he visto aquí dos libros, y uno era en griego.Ese es el que falta.Alguien se lo hallevado, y a toda prisa, porque un pergamino cayó al suelo.-Pero la mesa estaba vigilada.-Sí.Quizás alguien lo cogió hace muy poco.Quizás aún esté aquí.-Se volvió hacia lassombras y su voz resonó entre las columnas-: ¡Si estás aquí, ten cuidado!Me pareció una buena idea: como ya había dicho mi maestro, siempre es mejor que elque nos infunde miedo tenga más miedo que nosotros.Guillermo puso encima de la mesa el folio que había encontrado en el suelo, y se inclinósobre él.Me pidió que lo iluminase.Acerqué la lámpara y vi una página que hasta lamitad estaba en blanco, y que luego estaba cubierta por unos caracteres muy pequeñoscuyo origen me costó mucho reconocer.-¿Es griego? -pregunté.-Sí, pero no entiendo bien-.Extrajo del sayo sus lentes, se los encajó en la nariz ydespuès se inclinó aún más sobre el pergamino-.Es griego.La letra es muy pequeña,pero irregular.A pesar de las lentes me cuesta trabajo leer.Necesitaría más luz.Acércate.Mi maestro había cogido el folio y lo tenía delante de los ojos.En lugar de ponermedetrás de él y levantar la lámpara por encima de su cabeza, lo que hice, tontamente, fuecolocarme delante.Me pidió que me hiciese a un lado y al moverme rocé con la llama eldorso del folio.Guillermo me apartó de un empujón, mientras me preguntaba si queríaquemar el manuscrito.Después lanzó una exclamación.Vi con claridad que en la partesuperior de la página habían aparecido unos signos borrosos de color amarillo oscuro.Guillermo me pidió la lámpara y la desplazó por detrás del folio, acercando la llama a lasuperficie del pergamino para calentarla, cuidando de no rozarla.Poco a poco, como siuna mano invisible estuviese escribiendo Mane, Tekel, Fares , vi dibujarse en lapágina blanca, uno a uno, a medida que Guillermo iba desplazando la lámpara, ymientras el humoque se desprendía de la punta de la llama ennegrecía el dorso del folio, unos rasgos queno se parecían a los de ningún alfabeto, salvo a los de los nigromantes.-¡Fantástico! -dijo Guillermo-.¡Esto se pone cada vez más interesante! -Echó unaojeada alrededor, y dijo-: Será mejor no exponer este descubrimiento a la curiosidad denuestro misterioso huésped, suponiendo que aún esté aquí.124Umberto Eco El Nombre de la RosaSe quitó las lentes y las dejó sobre la mesa.Después enrolló con cuzdado el pergaminoy lo guardó en el sayo.Todavía aturdido tras aquella secuencia de acontecimientos pordemás milagrosos, estaba ya a punto de pedirle otras explicaciones cuando de pronto unruido seco nos distrajo.Procedía del pie de la escalera oriental, por donde se subía a labiblioteca.-Nuestro hombre está allí, ¡atrápalo! -gritó Guillermo.Y nos lanzamos en aquella dirección, él más rápido y yo no tanto, por la lámpara.Oí unruido como de alguien que tropezaba y caía; al llegar vi a Guillermo al pie de laescalera, observando un pesado volumen de tapas reforzadas con bullones metálicos.Enese momento oímos otro ruido, pero del lado donde estábamos antes.-¡Qué tonto soy! -gritó Guillermo-.¡Rápido, a la mesa de Venancio!Me di cuenta de que alguien situado en la sombra detrás de nosotros había arrojado ellibro para alejarnos del lugar.De nuevo Guillermo fue más rápido y Ilegó antes a la mesa.Yo, que venía detrás,alcancé a ver entre las columnas una sombra que huía y embocaba la escalera deltorreón occidental.Encendido de coraje, pasé la lámpara a Guillermo y me lancé a ciegas hacia la escalerapor la que había bajado el fugitivo.En aquel momento me sentía como un soldado deCristo en lucha contra todas las legiones del infierno, y ardía de ganas de atrapar aldesconocido para entregarlo a mi maestro
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